Conexiones entre el teísmo clásico y los principios de la ciencia moderna. Una aproximación histórica | Bruno de Jesús Rahmer

PROLEGÓMENOS

Una versión obstinadamente persistente y sostenida sin mucha oposición en los círculos académicos, concibe a la ciencia emergiendo por primera vez con los antiguos griegos, deslizándose hacia una involución lánguida durante el medioevo y renaciendo en el siglo XVII a causa del influjo de las ideas enciclopedistas. En esta versión caricaturesca del progreso científico, tal cisma se atribuye frecuentemente a las “veleidades religiosas y oscurantistas” del zeigeist pre-moderno. Así, la revolución científica del siglo XVII y la marcha triunfal de la ciencia, es una consecuencia del hecho de que las instituciones sociales de antaño, lograron librarse de los grilletes de un sistema religioso inquisitorial e ignominioso.

Pero esta imagen sesgada del devenir científico y las trayectorias del progreso sociotécnico tiene profundos problemas. Para empezar, la actividad científica, al menos en un sentido rudimentario, aparece más o menos simultáneamente en varias escenas socioculturales, no es exclusiva de la Antigua Grecia. Los historiadores de la ciencia rastrean en los albores de la Edad Media conspicuos logros científicos de pensadores islámicos, clérigos católicos y subrayan el papel crucial que desempeñaron las incipientes universidades, que, desde el siglo XII fueron epicentros de la especulación filosófica y debates racionales.  A pesar de que esta visión adolece de un absurdo reduccionismo, existe un grado de verosimilitud en la narrativa popular que “segmenta” artificialmente el progreso técnico-científico en las tres grandes etapas que se mencionaron. No es una realidad circunspecta que existían ciertos componentes distintivos y revolucionarios en las diversas disciplinas científicas que emergieron en el siglo XVII: el aparecimiento de novedosos métodos experimentales, el solapamiento e interconexión entre ramas del saber, el encumbramiento de la idea de ciencia como empresa colectiva, y, basilarmente, la alineación de ésta con plexos axiológicos que la sostendrían y eventualmente la situarían directamente en el corazón de la cultura occidental. Pero esta revolución no se logró gracias a una ruptura radical entre el dominio científico y religioso. Por el contrario, el éxito normativo y descriptivo de los incipientes subdominios científicos dependió en sobremanera, de transmutaciones de profunda raigambre religiosa, como aquellas propiciadas por la Reforma Protestante en los albores del siglo XVI. Para sostener esto es relevante precisar el modo en que acaecen semejantes cambios cualitativos.

EL PROTESTANTISMO Y OCCIDENTE

Después de estudiar en la Universidad de Temple, el ínclito sociólogo Robert K Merton asistió a la Universidad de Harvard. Comenzó su tesis doctoral en 1933 y la completó dos años después. El título era sugerente: “Aspectos sociológicos del desarrollo científico en la Inglaterra del siglo XVII”. En este trabajo, Merton exploró las relaciones recíprocas entre el progreso científico y la profesión de la religión protestante, concretamente, en su vertiente puritana. Concluyó de forma taxativa que los atributos culturales y los aspectos religiosos arraigados en el seno de la cultura occidental, hicieron posible el florecimiento de la ciencia y sus aplicaciones técnicas.

Robert K. Merton

La controvertida tesis de Merton puede desmembrarse en dos secciones bien distinguidas: en primer lugar, el autor de marras proporciona un bosquejo muy intuitivo sobre la ocurrencia de cambios cualitativos que experimenta la ciencia a nivel interno: La ciencia se modifica en función de la acumulación sistemática de datos observacionales y la optimización progresiva de los instrumentales metodológicos. Hasta aquí, salvo matizaciones menores, podemos subrogar tal tesis sin mayores inconvenientes. Sin embargo, la manzana de la discordia está en el “core” de la segunda parte de la tesis: La proliferación generalizada de la ciencia en la Inglaterra del siglo XVII -y por extensión, en Europa-, no puede explicarse sin comprender la plataforma axiológica sobre el cual se asentaba la praxis científica. Merton considera al puritanismo inglés y el pietismo alemán como responsables indirectos de la revolución científica de los siglos XVII y XVIII. Asimismo, logra explicar magistralmente la conexión o sinergia entre la afiliación religiosa y el interés genuino por la adquisición de conocimiento objetivo. Las implicaciones de su investigación se derivan inmediatamente: El basamento moral del protestantismo moderno catalizó la productividad científica y proporcionó una justificación religiosa del quehacer investigativo.

En 1958, la investigación empírica del sociólogo estadounidense Gerhard Lenski titulada como The Religious Factor: A Sociologist’s Inquiry, le permite pergeñar una “casuística” a favor de la tesis de Merton, ponderando positivamente el impacto de la religión en una gama de aspectos heterogéneos de la vida pública de Detroit, que transita desde la política hasta las prácticas familiares, desde la cultura hasta la economía local. De modo sinóptico puede aducirse que los datos observacionales capturados por Lenski respaldaron las hipótesis elementales del trabajo seminal de Max Weber “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” y del mismo Merton. Según Lenski, ciertos aspectos distintivos del cristianismo protestante en sus variopintas advocaciones, generaron una patente mejoría de las condiciones materiales de existencia del hombre moderno, y que tales cambios serían subproductos involuntarios de la acción colectiva de los creyentes. Señaló asimismo que, en las comunidades cristianas, sendas virtudes como el trabajo diligente y la templanza, posibilitaba la maximización de los ingresos de los feligreses, que, a su vez, poseían mayores tasas de ahorro individual. Había constatado que, en periodos tempranos de la modernidad, el efecto moralizante del protestantismo, el ascetismo intramundano y la acendrada ética del trabajo, como lo señalaron Wesley y Weber, parecen haber sido prescripciones morales implícitamente aceptadas que apuntalaron el progreso técnico-económico.

LA COMPATIBILIZACIÓN ENTRE LA CIENCIA Y EL TEÍSMO: UNA BREVE APROXIMACIÓN

Historiadores de la ciencia y de la religión han encontrado una miríada de aspectos donde se intersecan premisas tácitas del teísmo clásico y ciertos principios reguladores de la praxis científica. Las preguntas críticas en este debate incluyen cuestiones que atingen a la posibilidad de compatibilizar los presupuestos filosóficos y aspectos metateóricos que guían la investigación científica, con la profesión religiosa.

El período post-medieval coincidió con una transición gradual de la teología a la ciencia como medio predominante para dilucidar el funcionamiento de la naturaleza, de las estructuras nómicas regionales y de las regularidades empíricas. En muchos casos, los principios teóricos y pragmáticos que regulaban la actividad científica seguían conservando ciertos aditamentos teológicos subrepticios. Uno de los ejemplos prístinos de semejante visión, es directamente perceptible en la tesis de Leibniz de que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, con un “ratio óptimo” de bien y mal moral.

Los científicos renacentistas compartieron una actitud y una retórica similar durante la modernidad tardía y temprana, incluidos Kepler y Newton. Históricamente, se pensaba que los postulados teoréticos de la física general contemporizaban nominalmente con la creencia en Dios. Físicos como James Clerk Maxwell, William Thomson y Lord Kelvin consideraban que fundamentos epistémicos y ontológicos de la física, como la uniformidad de la naturaleza y la legalidad, se erigían a partir de presupuestos de raigambre religiosa. Por lo general, tales características fueron interpretadas como evidencia de diseño divino.A fines del siglo XIX, John Tyndall y otros naturalistas científicos argumentaron que estos fundamentos encajaban con una comprensión no religiosa del mundo natural. Con el éxito de este enfoque, los físicos religiosos del siglo XX tendieron a hacer hincapié en las conexiones materiales y experimentales del universo cognoscible, en lugar de buscar evidencia de diseño. Aún a pesar de semejante viraje, en las postrimerías del mentado siglo, los argumentos teológicos naturales renacieron en la forma del principio antrópico y del ajuste fino.

Durante la Ilustración, un período “caracterizado por dramáticas revoluciones científicas” y el surgimiento de presiones secularistas, la autoridad de las sagradas escrituras se enfrentó a desafíos inapelables. La posibilidad efectiva de establecer imbricaciones entre el quehacer científico y el corpus doctrinal cristiano se vio obturada a causa del escalamiento de hostilidades entre prosélitos y sedicentes escépticos. Desde entonces, la relación entre ciencia y religión se ha caracterizado con términos disímiles: ‘conflicto’, ‘armonía’, ‘complejidad’, “interdependencia”.

EL TEÍSMO, LA CIENCIA Y LOS PRINCIPIOS DE CONFIGURACIÓN METATEÓRICA

El conocimiento científico no es reductible al mero acto de conciliación entre estructuras teóricas y leyes, con datos observacionales. Todos los dominios científicos presuponen un conglomerado de principios de conformación meta-teóricos que permiten evaluar la pertinencia heurística y eficacia predictiva de nuestros sistemas hipotético-deductivos. Algunos de estos principios se sitúan en el orden metafísico (por ejemplo, la uniformidad de la naturaleza) y otros son metodológicos (por ejemplo, la necesidad de ejecutar experimentos repetibles y reproducibles).

Isaac Newton

Si bien, una miríada de principios moldeadores ha perdurado desde la revolución científica que tuvo lugar en las postrimerías del siglo XVII, otros han sido remozados o sustituidos en respuesta a tensiones en el seno de las comunidades científicas y recintos académicos. Una fracción importante de estos presupuestos hunden sus raíces en el teísmo clásico. Por ejemplo, la noción de que la naturaleza se ajusta a las leyes matemáticas fluye directamente de la presuposición de que un ente semejante a un Legislador divino opera asiduamente en el universo físico. Esta interacción entre el teísmo y los principios modeladores a menudo no se aprecia en las discusiones sobre la relación entre ciencia y religión. Hoy, por supuesto, los naturalistas rechazan la influencia del teísmo. Pero como han argumentado Robert Koons y Alvin Plantinga, el teísmo no está en conflicto con tales principios de configuración metateórica, especialmente con ciertas virtudes explicativas como la simplicidad y con el realismo científico en lato sensu.

Ahora bien, es preciso matizar aquí ciertas cuestiones. Mi propuesta no tiene por objeto elaborar ex profeso, una defensa al “teísmo científico”. Ello implicaría construir un argumentario transido de pseudocientificismo, pues implicaría tácitamente exigir la corroborabilidad de ciertos enunciados de orden metafísico o que ciertos fenómenos observables admitan explicaciones sobrenaturales, que se resisten a ser abordadas con el arsenal metodológico que tenemos a disposición. Un problema irresoluble de este enfoque es que estaríamos impelidos a diseñar un programa de investigación, arraigado en la tesis central que debemos explicar enunciados científicos y evaluar la plausibilidad de varias hipótesis, consultando los aparatos teológicos y filosóficos asumidos como axiomáticos o infalsables.

Consideremos la siguiente proposición: Dios, concebido como un agente personal, trascendente de gran poder e inteligencia, ha creado y diseñado el universo, siendo agente de causación directa e indirecta ha intervenido en el curso del devenir histórico.

Tal asunto podría tener consecuencias empíricas, que no son directamente observables. Este compromiso puede entrar apropiadamente en el tejido mismo de la reflexión metacientífica y filosófica, pero no en el terreno científico, pues la tesis de que un estado de cosas es subproducto de la operación de un agente racional no material es, en principio, inmune a la evaluación empírica.

Para responder la cuestión de cómo entrelazar los presupuestos teológicos y metacientíficos, partamos de un modelo piramidal simple que describe la estructura general de la ciencia.

  • La base de la investigación científica está constituida por los datos observacionales, experimentos y simulaciones.
  • La segunda capa organiza y explica lo fenoménicamente existente mediante leyes, teorías y modelos.
  • Para los propósitos de mi intervención argumentativa, el nivel superior es el más relevante en tanto que abarca el set de principios de conformación metateórica. Aquí es donde la filosofía de la ciencia y la ciencia propiamente dicha se vinculan inextricablemente y llegan incluso, a solaparse.

La utilidad de los mentados principios estriba en su capacidad para obtener una descripción apropiada de las mejores teorías disponibles, así como también, en dar cuenta sobre el modo en que estas deberían “refinarse” para soslayar eventuales anomalías explicativas. Algunos de estos principios de formación son de orden metafísico. Uno de ellos es la primacía de las leyes: el universo se rige por un conjunto de regularidades nómicas conocidas como leyes naturales. En la contemporaneidad, los filósofos debaten activamente sobre el modo de apropiado en que deberíamos comprender tales leyes, a veces reduciéndolas a algo más elemental, a veces “deflacionándolas” para purgarlas de componentes metafísicos. Sin perjuicio de cuáles sean las valoraciones y juicios subjetivos de quienes reflexionan sobre estos asuntos, la utilidad de las leyes en la ciencia ha de ser tenida en cuenta de una forma u otra.

Otro principio de configuración relacionado es la uniformidad de la naturaleza. Este principio versa sobre la invariancia de las regularidades nómicas que se confirman por sus instancias. En otras palabras, la naturaleza no sufre shocks abruptos ni cambios dramáticos, al menos a nivel nómico. Esto proporciona la estabilidad requerida para realizar inducciones probabilísticas y predicciones con margen de error mínimo.

Los principios de formación con respecto a la causalidad han cambiado en el transcurso temporal. El período moderno temprano comienza con el rechazo de causas aristotélicas distintas de la causalidad eficiente. Bajo el socaire de la nueva filosofía mecanicista, se pensaba que la naturaleza solo funcionaba mediante fuerzas de contacto. La Ley de Continuidad de Leibniz, partía del presupuesto que “la naturaleza no da saltos”. El cambio de un estado del sistema al siguiente es siempre continuo. Si bien ese principio fue importante para el desarrollo teórico de las ecuaciones diferenciales, fue derrocado ulteriormente, con el advenimiento de la mecánica cuántica.

Podrían mencionarse otros principios de conformación epistémica como la exigibilidad de realizar experimentos repetibles y reproducibles. Aquí se sitúan las denominadas “virtudes explicativas”: Nuestras mejores explicaciones incorporan ciertas características indisociables como: simplicidad, testeabilidad, se ajustan al conocimiento de ciertos fenómenos, la adecuación empírica y, en algunos dominios, la adecuación a un sistema lógico/formal. Que existan tales principios que gobiernan el desarrollo de la ciencia no es una novedad para los filósofos modernos.

UN BREVE EXCURSO: LA SIMPLICIDAD EN RICHARD SWINBURNE

Richard Swinburne ha argumentado que uno de los presupuestos ontológicos más relevantes de la praxis científica es la simplicidad. Este principio es especialmente útil para resolver casos problemáticos en el ámbito de la filosofía de la ciencia como el de la subdeterminación teórica. Swimburne sugiere que una hipótesis explicativa, o teoría, se vuelve probablemente verdadera en función de los datos observacionales, en la medida en que:

(1) La evidencia es probable si la hipótesis es verdadera, e improbable si la hipótesis es falsa.

(2) La hipótesis ‘encaja’ con cierta ‘evidencia de fondo’. Es decir, encaja con otras hipótesis fuera de su rango y que se vuelven probables, en virtud de la evidencia disponible.

(3) La hipótesis es simple o parsimoniosa.

(4) La hipótesis tiene un alcance reducido.

El alcance, o contenido de una teoría, es una cuestión que versa directamente sobre la extensión y la precisión de ciertas afirmaciones detalladas sobre un estado de asuntos del mundo y fenómenos dentro de un rango específico. Las características (3) y (4) son propiedades internas de una hipótesis, independientes de su relación con la evidencia y que, por tanto, determinan su probabilidad previa (probabilidad antes de considerar la evidencia). Mientras más afirmaciones contiene la hipótesis, mayor contenido informativo posee y por tanto es más probable que sea falsa. Esto es precisamente lo que afirma el criterio de alcance. En consecuencia, cuando una hipótesis es demasiado abarcativa existe nula o escasa evidencia sobre campos más allá de su rango.

Por tal motivo, la simplicidad tiene más peso que el alcance. Los científicos consideran más probable alguna teoría de amplio alcance si circunscribe un conjunto principios relativamente simples. El papel de la simplicidad como virtud teórica aparece como un presupuesto fundamental e implícito en nuestras formas de comprensión.

Si una hipótesis se ocupa únicamente de un campo estrecho, tiene que encajar con cualesquiera de las explicaciones probables que proporcionen campos científicos más amplios. Pero es posible que no haya ninguna evidencia de trasfondo que sea relevante, y cuanto más amplio sea el alcance de una hipótesis (es decir, cuanto más pretende decirnos sobre el mundo), menos evidencia de trasfondo habrá. Para una teoría física de gran escala -la teoría cuántica, por ejemplo- habrá sólo unos pocos fenómenos que queden fuera de su alcance (es decir, fuera de lo que pretende explicar), así habrá poca –si alguna- evidencia de trasfondo.

A pesar de su suerte cambiante, el enfoque racionalista de la simplicidad todavía tiene adeptos. Swimburne busca mostrar que, en igualdad de condiciones, es más probable que la hipótesis más simple propuesta como explicación de los fenómenos sea la verdadera, en contraste, con cualquier otra hipótesis disponible. Así, las predicciones tendrán más probabilidades de ser verosímiles.

Swimburne al igual que Quine sostiene que la parsimonia conlleva ventajas a nivel práctico y que las propias consideraciones pragmáticas proporcionan bases racionales para discriminar entre teorías en competencia. Siempre hay un número infinito de teorías incompatibles que pueden predecir todos los datos observados, pero que hacen predicciones totalmente incompatibles acerca de lo que sucederá posteriormente. Sin el criterio de simplicidad racional sería imposible predecir algo más de lo que se observa de modo inmediato.

Las hipótesis explicativas de tipo científico, que dan cuenta sobre el comportamiento humano y el mundo natural son más parsimoniosas si se postulan menos sustancias, menos propiedades (accesibles), y relaciones matemáticamente simples entre ellas. Empero, la navaja de Occam debe invocarse solo cuando varias hipótesis explican el mismo conjunto de hechos igualmente bien y esto es profundamente problemático, dado que es infrecuente que hipótesis en competencia expliquen un mismo fenómeno con “eficacia” equivalente.

CONSIDERACIONES SOBRE LAS LEYES CIENTÍFICAS Y CONCLUSIONES

Lo que a menudo se suele pasar por alto es que muchos de los presupuestos antecedentemente mencionados contemporizan perfectamente con el teísmo clásico. Lo que denominamos por leyes de la naturaleza son los ejemplos más claros. Para los padres de la filosofía occidental la existencia de leyes tenía asidero en el plano político o teológico: los reyes proclamaban las leyes de un país, los dioses decretaban las leyes de la naturaleza. Aristóteles, en efecto, postulaba que la realidad tenía alguna estructura legal subyacente, pero lo atribuía a las esencias internas de las cosas: Las rocas caen hacia abajo porque eso es lo que dicta su esencia. El fuego se enciende porque eso es lo que hace por naturaleza. Pero la noción de ley no forma parte de ese marco de análisis. La naturaleza es un reino; el dominio gubernamental es uno completamente diferente. La idea de un “ley natural” era una suerte de oxímoron.

A partir del renacimiento –y de modo muy rudimentario en la edad media- las leyes científicas se caracterizaron como un conjunto de proposiciones científicas que afirman la existencia de pautas invariantes entre factores y que representan propiedades inherentes a sistemas concretos. El término ley tiene un uso diverso en los dominios de las ciencias formales y fácticas, pero aquí omitiremos mencionar tales distinciones. De modo genérico, los científicos comprendían que leyes reflejan, aunque no explícitamente, relaciones causales fundamentales de la realidad, y se aprehenden de forma descriptiva en lugar de ser construidas. Los enunciados nomológicos sí son constructos (y por tanto, fácticamente contingentes), resultado de nuestra intención por sistematizar experimentos y datos fenoménicos dentro de un rango de aplicación delimitado y expresarlos en lenguajes formalizados. Bajo esta acepción, queda sobreentendido que las leyes no llevan ínsita la idea de certeza absoluta (como los teoremas matemáticos o las identidades). Siempre existe la posibilidad que una ley se contradiga, restrinja o se amplíe mediante la incorporación de observaciones futuras y testeo de proposiciones particulares.

CONSIDERACIONES FINALES

Aunque he de reconocer que todo el proyecto científico no puede reducirse a lo que acaeció en el occidente cristiano no deja de ser cierto que el teísmo motivó la experimentación y la captura de observaciones empíricas fundamentándose en la premisa de que Dios tenía muchas opciones disponibles en la creación, incluyendo qué leyes ordenar y qué mecanismos específicos emplear. Dado que estas elecciones estaban enraizadas en su voluntad más que en su intelecto, la única forma de descubrirlas era a través de la percepción sensorial. Los primeros científicos modernos creían que Dios ordenó el cosmos y proporcionó a la humanidad la capacidad de descubrir ese orden. No es de extrañar, entonces, que estos presupuestos tácitos armonicen con los compromisos epistémicos del realista científico, tal y como han argumentado Plantinga y Koons. Una conclusión similar es aplicable para ciertas virtudes explicativas como la simplicidad y la elegancia. Son guías imperfectas, sin duda, pero el hecho de que funcionen bien parece requerir una explicación más allá de asumir que son una contingencia bruta.

La idea de que Dios diseñó el universo y estableció sendos principios matemáticos se convirtió en la norma. Similares postulados se encontraron en la obra Philosophiæ naturalis principia mathematica de Newton. La uniformidad de esas leyes, argumentó el autor, obedece a la omnipresencia divina. El hecho de que tales no cambien con el tiempo, dijo Descartes, se debe a la inmutabilidad de Dios. La sencillez y la parsimonia también se defendieron sobre bases teológicas a lo largo de la era moderna. Esto es algo irónico, dada la forma en que se utiliza la navaja de Ockham contra el teísmo, en el contexto contemporáneo.

Una vez mentadas las ventajas que proporcionó el cristianismo, no es de extrañar que al reflexionar sobre los avatares de la ciencia debamos situarnos en países de occidente. Éste no fue un mero corpus de ideas vehicular o un concomitante cultural del progreso sociotécnico. Por el contrario, fue un catalizador del desarrollo singular de la tradición científica moderna, la única que ha producido consistentemente teorías verosímiles sobre la naturaleza. Aunque otras tradiciones religiosas y socioculturales podrían haber proporcionado un terreno metafísico igualmente fértil para el estudio de la naturaleza, en realidad ninguna lo hizo como el enciclopedismo ilustrado en tándem con la cristiandad latina.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Koperski, Jeffrey. (2015). The Physics of Theism: God, Physics, and the Philosophy of Science. Chichester, UK: Wiley-Blackwel

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Sica A. (1998) Robert K. Merton. In: Stones R. Key Sociological Thinkers. Palgrave, London. https://doi.org/10.1007/978-1-349-26616-6_9

Swinburne, Richard. (1979) The Existence of God. Oxford: Oxford University Press.

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